Hans Christian Andersen

Jehová guarda a los sencillos. Salmo 116:6.

          Hace años en Odense, una ciudad del reino de Dinamarca, vivía un matrimonio muy pobre. El señor Andersen era zapatero y su mujer lavandera. El año 1805, la alegría llegó con el nacimiento de su bebé, no lo podían llamar hermoso porque carecía de gracia. Pocos años después murió su padre, más tarde la madre se volvió a casar, por eso Hans abandonó el hogar y se fue a Copenhague, la capital del reino, a buscar trabajo.

          Quería ser actor, escribir poemas y dramas. Era un soñador. Lo primero que se le ocurrió fue solicitar al Príncipe heredero ayuda para estudiar, al ver que su aspecto no era atractivo, le recomendó que se dedicara a un oficio como la zapatería. En Copenhague, Joan Collin, un bondadoso señor del teatro, comprendió el talento de Hans y lo envió a la escuela de Meisling, era un maestro y escritor fracasado, sentía envidia del joven, como le era útil, lo puso en una aula con niños menores de diez años. Hans era un cuenta cuentos nato y los entretenía. Cuando Joan Collin supo lo que pasaba, lo retiró enseguida de esa escuela, lo puso en otra y lo llevó para su casa.

         Después de aprobar la suerte del arte, Hans encontró lugar en el cuento. Su primera colección publicada en 1835, despertó tanto interés en los infantiles, que durante 37 años cada Navidad, Hans ofrecía un nuevo libro. En sus cuentos, mezcla leyendas y baladas populares de su país, su educación literaria, su alma de niño y sus fantasías eran muy originales. Sus cuentos están llenos de humor, de verdades de la vida diaria, de tristeza y dolor. Entre ellos se destacan: “El Ruiseñor”, “Pulgarcito”, “La vendedora de cerillas” y “El traje del emperador”. “El patito feo” se basa en motivos autobiográficos. Sus cuentos han sido traducidos a muchas lenguas, porque encantan a los pequeños.

         Alcanzó fama y no ha sido superado, por ningún otro escritor danés. Nunca dejó de ser sencillo y humano. Un día se encontró con el anciano Meisling, con quien tuvo palabras de aliento y perdón. Hasta el Príncipe, que ya era Rey, le mandó a preguntar qué podía hacer por él. Hans respondió: Después de todo yo no necesito nada.

          El más feliz de sus días, fue medio siglo después de haber salido de su tierra, cuando pudo regresar. En una fiesta de celebración, todo el pueblo de Odense recibió a Hans el hijo del zapatero, convertido en Príncipe de sus cuentos. Las palabras que dirigió a su pueblo, expresan su emoción: “A Dios y los hombres van mis gracias y mi amor”. Murió en Copenhague en 1875, rodeado del amor de su pueblo. La casa donde nació es hoy un museo. Las muchas figuras de papel, que Hans hizo para dar vida a los personajes de sus cuentos, cuando divertía a los pequeños, se encuentran en el Museo Andersen, de Dinamarca.  No tengo idea cuál fue su religión, pero su “sencillez y humildad” son rasgos que debemos sembrar en nuestras vidas. En este tiempo, cuando la destrucción y la violencia aumentan en el mundo, debemos depositar nuestra confianza en Dios. Aunque seamos humildes, como Hans podemos escalar posiciones altas.

Articulo publicado en Volumen VI. Guarda el enlace permanente.

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