Recuerdos gratos

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe. Gálatas 5:22.

            Las bendiciones que he recibido del cielo, van más allá de lo que yo misma puedo comprender. Mis males comenzaron cuando yo tenía ocho meses de nacida, y mi madre se enfermó con viruela. Para evitar el contagio, mis abuelos se hicieron cargo de mí, pero llevaba el virus y contraje la enfermedad. Como mis males continuaban, mis abuelos se encariñaron tanto conmigo, que mis padres decidieron dejarme con ellos. Me crie en esa hacienda, percibía el olor del cañaveral, comía frutas, bebía jugo de caña y leche recién ordeñada. Ese encanto se esfumó al cumplir diez años. Debía ir a la escuela y retorné al hogar de mis padres. Allá, yo era la pequeña y la consentida. En la casa de mis padres yo la mayor y la intrusa. El golpe más duro lo recibí poco después, cuando mi abuelo fue asesinado. Meses más tarde, mi abuela murió de tristeza y con ella mis ilusiones.

           La tristeza me invadía, me sentía sola. Tenía menos de un año con mis padres. Esa vacación fue a la ciudad donde vivíamos una estudiante, con el fin de costear sus estudios vendía importantes libros. Dios la dirigió y habló con mis padres,  para que en el futuro me enviaran al Instituto donde ella estudiaba. Mi papá se entusiasmó, no tenía suficiente dinero y vendió parte de su terreno. Por su trabajo, Ana se ausentó. Finalizó su vacación, mi papá, yo y mi maleta la esperamos en el puerto. Hicimos ese largo viaje, primero en barco por el río Magdalena y después en bus hasta Medellín. Tal vez Ana estaba un poco confundida, ella habló a mis padres pensando en mi futuro, pero aceptó llevarme.

          Cuando llegamos al Instituto, la directiva muy sorprendida quería que volviera a la casa de mis padres. Por considerar muy difícil que yo hiciera sola ese viaje, permitieron que me quedara. Impusieron condiciones a Ana, tenía que vivir conmigo, su hermana tuvo que mudarse para otra habitación del internado. Además, mi conducta era parte de su responsabilidad, tenía que tratarme como si yo fuera su hija. En el internado, yo era la única niña de tercer grado, todas las demás estudiaban bachillerato. Terminó el año y volví a mi casa, continué estudiando y me gradué de secretaria.

          Dios siempre utiliza a las personas capacitadas, para que orienten en el momento oportuno. Eso me pasó a mí, desde que regresé a mi casa, soñaba con volver al mismo Instituto, a los 17 años pude volver. Me hicieron equivalencia y a los 4 años y me gradué de bachillerato. Yo quería seguir estudiando, pero las circunstancias no se abrieron, me casé y tuve tres hijos. Ana abrió la puerta del camino de mi vida, el año que estuve a su lado aprendí cosas que se extendieron en el tiempo. Aunque más de una vez, he pisado los umbrales del sepulcro, cómo milagro divino me he levantado en el momento oportuno y pude ayudar a mis hijos, para que estudiaran en instituciones cristianas.

         Habían pasado muchos años. Estaba en Estados Unidos, visitando a mi hijo, un profesor de la universidad. Cuando llegó un estudiante venezolano, me dijo su apellido y le pregunté si se relacionaba con Ana de Arévalo, la esposa de un pastor. Me dijo que era su abuela. Emocionada conversamos y el recuerdo me invadió. No la volví a ver y pocas veces había oído hablar de ella, jamás la olvidé. Después conocí al padre del estudiante. Tan pronto regresé a Venezuela, la llamé y comenzamos contacto telefónico, que revivió mi pasado de niña, Ana llena de amor y bondad, me orientó, Dios la envió. Hace pocos murió y la tristeza me invadió. Pero la alegría nos inundará, la gloriosa mañana cuando nos encontremos en el hogar de los redimidos.

Articulo publicado en Volumen VII. Guarda el enlace permanente.

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