Página de un diario

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Mateo 11:28

Agradezco a Dios porque en la etapa más difícil de mi vida, guardó mis pensamientos del mal y enjugó mis lágrimas. ¡Cuántas veces desahogué mis penas en las páginas de mi agendita! Mis confesiones se trocaban en plegaria y la palabra escrita, se convertía en un testimonio de fe, que guardo de mis recuerdos. Un día, me encontraba absorta en un cuarto del que muy pronto dejaría de ser mi hogar. Mientras hacía el balance de mi pasado, elevé mis pensamientos al cielo en oración, centrada en el objetivo de mi vida y el futuro espiritual y educativo de mis hijos.

Sin luz de luna, sentía pesada la noche del 20-3-1976. Llegué cansada del trabajo y antes de entrar en la casa, me detuve a contemplar las pocas estrellas, que escapaban al resplandor de la ciudad. Fijé mi atención en algunas constelaciones, especialmente en la de Orión, me sumergí en el silencio del cosmos.

En mi mente se sumaron los recuerdos de los años, cuando buscaba con anhelo en los rostros de cientos de personas, comprensión y amor, pero no los encontré. Esa noche, solitaria remonté el vuelo y atravesé el firmamento. Busqué tanto en todos los rincones del universo, que me di cuenta que no necesitaba buscar más: había encontrado a Dios y me había encontrado a mí misma. Mis pensamientos pertenecían al Salvador, me había regalado ese don. Sin mezquindad podía tenerlos, al ponerlos bajo la custodia de Dios, sentí que alcanzaba la verdadera libertad.

Cristo ensanchó tanto mi territorio, que empecé a disfrutar de los pequeños y sencillos detalles de la vida. Para mí, contemplar los tintes del amanecer, es la forma de entrar en comunión con el Padre Eterno. Aprendí que al darme en cada acto de mi vida, como lo hizo Jesús, me lleno de su amor sublime y de sus bendiciones. Me costó entender, que muchas veces se tergiversa la comprensión. Sé por experiencia que no vale la pena, explicar muchos de nuestros actos a los humanos, sino a Jesús, el único que conoce la profundidad de los corazones y pensamientos. Lo único grandioso es tener la seguridad de su perdón y saber, que siempre está a nuestro lado. Lo siento cerca de mí, porque fortalece mi debilidad, ilumina mis pasos y me inunda de paz. ¡Gracias, Dios mío!

Articulo publicado en Volumen III. Guarda el enlace permanente.

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