La familia de Dios

En tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra. Génesis 22:18 

          En el Antiguo Testamento se narra la historia del pueblo de Dios. Según Génesis 5, 10 y 11, desde Adán hasta Noé hubo diez generaciones. Desde Noé hasta Abraham otras diez, en total son 20. Antes del diluvio vivían muchos años, cercano al milenio. Matusalén fue el que vivió más, murió a la edad de 969 años. Siguiendo la genealogía bíblica leemos: “todas las generaciones desde Abraham hasta David son catorce; desde David hasta la deportación de Babilonia, catorce y desde la deportación de Babilonia hasta Cristo, catorce” Mateo 1:17. En total suman: 14 x 3 = 42 + 20 son 62 generaciones, que van desde Adán hasta Jesús. Con esto termina la genealogía bíblica.

         Uno de los personajes históricos, que lleva a la reflexión es Moisés. Cuando descendió del Monte Sinaí, con las dos tablas de la Ley de Dios en sus manos, después de estar cuarenta días y noches hablando con Dios: “la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios” Éxodo 34:29. El rostro de Moisés reflejaba la gloria del Padre Celestial, con quien compartió días y noches. A Moisés le siguió Josué, bajo su mando entraron a la tierra prometida, para preparar el lugar donde nacería Jesús.

             Sansón fue elegido para ser el juez de Israel, cargo que ocupó por veinte años. Era considerado el hombre más fuerte que ha existido, pero llegó a ser el más débil por sus pasiones. Los filisteos dominaban a Israel, la relación de Sansón con ellos, lo llevó por camino equivocado. Decidió tomar por esposa a una filistea idólatra, que “agradó a sus ojos”, sin considerar que era enemiga del pueblo de Dios. Lo peor se lo ocasionó Dalila: fingiendo amor lo traicionó, como descubrió el origen de su fuerza, le cortaron el pelo y perdió su fuerza. Los filisteos lo tomaron prisionero y le sacaron los ojos. Después de estar varios años preso, Dios escuchó sus oraciones, le dio fuerza y murió con sus enemigos.

         A Samuel, el último juez de Israel, le tocó vivir la época de transición entre la teocracia y la monarquía. No era el plan de Dios, que Israel fuera gobernado por reyes, lo pidieron y se los concedió. Esa insensata decisión los llevó a vivir amargas experiencias. Saúl fue el primer rey, se apartó tanto de los designios de Dios, y consultó a una pitonisa. El rey Saúl y su familia sufrieron las consecuencias: estaban en guerra y muchos murieron.

         En los dos libros de Reyes hay historias: comienzan con David y terminan con el retorno de Israel a Jerusalén, después de los 70 años de cautividad en Babilonia. El objetivo de cada historia, es ayudarnos a comprender que el castigo al pecador, es una lección con fin educativo y no vengativo. A pesar de los terribles pecados, que cometieron sus reyes, cuando acudían a Dios recibían su protección. Con estos actos crueles: la crucifixión de Cristo y el apedreamiento de Esteban el año 34, la nación judía selló su separación de Dios. Desde entonces, todos los que acepten su llamado, forman parte del pueblo o familia de Dios. Debemos orar cada día de modo que estemos preparados, para que nuestra familia aquí en “la tierra sea símbolo de la familia del cielo” (White). La comunión con el Padre Celestial fortalece nuestra fe para el encuentro final con el Salvador.

Articulo publicado en Volumen IV. Guarda el enlace permanente.

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