Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque Él se interesa por ustedes. 1ª Pedro 5:7
Los milagros registrados en la Biblia, fueron escritos para nuestra fortaleza espiritual. Lo que necesitamos hacer es orar y confiar en que Dios es el mismo ayer, hoy y por la eternidad. Estoy pensando en dos prodigios acaecidos en el pueblo de Israel, después de su salida de Egipto. El primero fue recién salidos de Egipto, mientras tomaban un descanso, pensando que se habían librado de sus opresores. ¡Repentinamente se dieron cuenta que el ejército egipcio venía tras ellos! El miedo los invadió. Estaban acorralados, no podían huir: habían acampado frente al Mar Rojo, al otro lado había una montaña escabrosa, que impedía su escape. En ese momento de confusión, la mayoría en lugar de acudir a Dios, comenzaron a murmurar. Decían que era preferible haber muerto como esclavos en Egipto y no en el desierto. Moisés por mandato divino, les dio el siguiente mensaje lleno de paz y esperanza: “No temáis, estad firmes… Jehová peleará por vosotros”. Los milagros se dieron: el mar se abrió, el pueblo pasó y los enemigos perecieron ahogados. “Así salvó Jehová aquel día a Israel de manos de los egipcios, e Israel vio a los egipcios muertos a la orilla del mar” (Éxodo 14). La alabanza y la gratitud inundaron sus corazones y cantaban: “Jehová es mi fortaleza, mi cántico y ha sido mi salvación”. Dios siempre cuida de sus hijos y pone límites hasta a los gobernantes poderosos.
Durante los cuarenta años que los Israelitas estuvieron en el desierto, nunca les faltó comida ni agua. Según el capítulo 16 de Éxodo, cuando escasearon los alimentos “a los quince días del segundo mes, después de que salieron de la tierra de Egipto… Jehová dijo a Moisés: he aquí yo haré llover pan del cielo”. Desde ese día, todas las mañanas, el campo amanecía lleno del maná. Después de un tiempo, en las tardes comían carne, porque “subieron codornices que cubrieron el campamento”. En ese desierto, de la Peña de Horeb brotó el agua, su sed fue saciada y todas sus necesidades suplidas.
En Exodo 23:22 leemos: “Pero si de veras obedeces y haces todo lo que yo he ordenado, seré enemigo de tus enemigos, y afligiré a los que te afligieren”. ¡Qué promesa inmensa! Hay una condición: la obediencia, que se sintetiza en el amor a Dios y al prójimo. Si realmente amamos al Padre Eterno, procuraremos que los pensamientos puros llenen nuestra mente, de modo que no se interrumpa la comunicación con el cielo. El Salvador como conoce los corazones, cambiará nuestro sufrimiento en bendiciones.
Uno de los mayores milagros que deja bien claro, que Cristo es la Verdad y la Vida, fue la resurrección de Lázaro. Aunque Jesús era amigo de esa familia y la casa de ellos era como su casa, no acudió cuando se enfermó. Llegó 4 días después, con el fin de que Lázaro volviera a la vida y fuera un testimonio, tanto para sus discípulos como para los obstinados e incrédulos judíos, de modo que todos pudiesen recibir otra evidencia, que Él es “la resurrección y la vida”. Cuando Jesús llegó al lugar donde estaba enterrado, pidió que le quitaran la piedra. Marta, una de las hermanas del muerto confundida dijo: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días”. Jesús respondió: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”. La piedra fue movida, oró y lo llamó: “Lázaro, Lázaro ven fuera” y el milagro se dio. Si creemos y oramos con fe veremos la gloria de Dios.