Fe y milagros

Clamó a gran voz: ¡Lázaro ven fuera! Y el que había muerto salió. Juan 11:43-44. 

            Un milagro es un suceso, que no tiene explicación en las ciencias, las leyes, ni en los fenómenos físicos. Jamás imaginé que, cinco días después del nacimiento de mi hija, pisaría el umbral del valle de las sombras. Ese domingo fui nuevamente hospitalizada con hemorragia, que según el diagnóstico médico, con una simple cirugía se solucionaría. Mientras esperaban acostada en una camilla y pasaba el tiempo, el silencio y la soledad me durmieron. Repentinamente algo me despertó. Creo que soñaba, porque me pareció ver una camilla cubierta de blanco, con una mujer muerta y el enfermero me dijo que esa mujer era yo. Sin alternativa me  puse a orar. En ese momento entró el anestesista y me quedé dormida, orando nombre de mi amado Jesús. Mientras despertaba de la anestesia, fui enterándome de mi caso: lo que parecía simple se complicó tanto porque la hemorragia estaba acabando con mi vida. La luz celestial brilló en la mente del cirujano jefe y procedió. El milagro se dio y la hemorragia se detuvo. Permanecí doce días en la cama del hospital, tiempo suficiente para que en mí brotara la gratitud.

       Para estimular los sentimientos de un familiar, que se encontraba desanimado, le comenté algunos jirones de mi propia existencia. Hice referencia a mi condición física: desde antes de mi operación de corazón abierto y  los días posteriores, cuando estaba en una silla de ruedas. Como en ese tiempo, el mínimo esfuerzo me agotaba: le pedí a mi Jesús, que me dejara los ojos, la mente y las manos, para con esos tres dones comenzar de nuevo, para reconstruirme y alabarlo. Pensé en Salomón, cuando fue rey de Israel, pidió en oración “un corazón entendido para juzgar al pueblo y discernir entre lo bueno y lo malo”. Ese humilde pedido agradó a Dios: le dio sabiduría y sensatez para gobernar, le añadió riquezas, honores y largura de días. A mí también, Dios me concedió más bendiciones de las que yo había pedido. Doy gracias porque a pesar de los meses que necesité, mi recuperación fue tan completa y pude ayudar a mis hijos, en su formación espiritual, moral y educativa. Hoy son profesionales y continuó orando por ellos.

           Según Hechos 12, “el rey Herodes echó mano de algunos de la iglesia…. Mató a espada a Jacobo, hermano de Juan. Y… prendió a Pedro”. Su intención era ejecutarlo en público, para recibir el aplauso del pueblo. Tomó precauciones. Pero las oraciones de la iglesia subieron al cielo. La noche anterior a ese macabro plan, un ángel abrió las puertas de seguridad sin ruido, llegó a la celda donde estaba Pedro, lo despertó y ordenó que lo siguiera. Salieron de la cárcel, mientras todos los guardias dormían. El ángel lo dejó cerca de la casa, donde sus amigos estaban orando. El día siguiente, oficiales fueron a buscarlo, todo continuaba con la misma seguridad, Pedro no estaba. Después del encuentro con sus amigos, partió para otro lugar y continuó con la misión que Jesús le había encargado.

        Uno de los mayores milagros de Cristo, fue la resurrección de Lázaro. Aunque era amigo de esa familia, no acudió cuando se enfermó. Llegó cuatro días después, todos podían recibir la evidencia que Cristo es “la resurrección y la vida”. Cuando llegó al lugar donde estaba enterrado, pidió que le quitaran la piedra, Marta le dijo: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días”. Respondió: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”. La piedra fue movida, oró y lo llamó: “Lázaro, Lázaro ven fuera” y el milagro se dio. Es uno de los 35 milagros de Jesús, que se registran en el Nuevo Testamento. Si oramos con fe, encontraremos a Lázaro en el hogar de los redimidos.

Articulo publicado en Volumen IX. Guarda el enlace permanente.

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