El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende. Salmo 34:7
Mis padres vivían en una finca rodeada de suaves colinas, cerca del Mar Caribe. La casa de mi tía era el punto de referencia entre el mar y la playa. Cierto viernes de tarde, mi madre regresó de la ciudad preocupada, porque a mi tía se le había terminado el agua potable. Como no encontró con quien enviarla, pensó en que sus dos hijos mayores, de 9 y 10 años, podían llevarla. Los llamó, les explicó lo sucedido, oró y los despidió con su expresión favorita: “Que el ángel de Jehová los acompañe”.
Mis abuelos estaban sentados a la sombra de un enorme árbol, cuando llegaron los menores. Intercambiaron palabras de cariño y como oscurecía, ellos partieron apresuradamente. El día siguiente, en los predios de la iglesia, después del servicio religioso, mi tía encaró a mi madre:
– Te agradecemos el agua querida, pero lamento decirte que papá y mamá están contrariados. No entienden por qué tu esposo esperó a los niños en la subida y no bajó a saludarlos.
– ¿Cómo? –preguntó mamá sorprendida.
– Después de descargar el agua, cuando los niños llegaron a la cima de la colina, todos vimos a Toño que se les unió. Probablemente estaba oculto detrás de algún arbusto. Iba vestido de blanco y arreaba el burro. –argumentó mi tía.
-¡No puede ser! Mi esposo está fuera de la ciudad y no regresa hasta el lunes –contestó mamá.
–Entonces, ¡quién los acompañó?
Las mujeres agitadas y confundidas interrogaron a los menores:
–¿Quién los acompañó ayer tarde?
–Nadie –respondieron.
– ¿Alguien se les acercó? –volvieron a preguntar las damas al unísono.
–No, nadie –contestamos mi hermano y yo.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de mamá, mientras comentaba: fue “el ángel de Jehová”, quien acompañó a mis hijos antes de la puesta del sol.