Quitará Jehová de ti toda enfermedad. Deuteronomio 7:15.
No recuerdo exactamente cuántos años tenía mi hijo, tal vez catorce, cuando llamaron del internado donde estudiaba, para que nos preparáramos, porque según el diagnóstico médico le había dado un ataque de apendicitis y debía ser operado de emergencia. Hicimos los arreglos con la clínica. Lo operaría uno de los mejores cirujanos de la ciudad. No sé por qué se demoraron tanto, llegaron pasada la media la noche. Como el médico pasaba de los 60 años, nos dio lástima despertarlo, así que decidimos esperar hasta el día siguiente. Yo estaba muy asustada y para evitar una crisis, tan pronto mi hijo se acostó, oré y pasé el resto de la noche poniéndole paños de agua fría en su vientre.
Llegamos a la clínica a las 8 de la mañana. En su habitación, como no le dolía nada, no se dejó rasurar. Argumentó que el doctor personalmente debía decirle, si en realidad necesitaba esa operación. Informaron lo sucedido al cirujano, quien muy disgustado dijo que no lo operaría. Preocupados y sin saber qué hacer, lo llevamos para la casa. En la tarde conseguimos que fuera examinado por otro médico, que confirmó los diagnósticos anteriores, pero añadió:
-Estoy de acuerdo con el muchacho, la inflamación ha cedido y es mejor ponerlo en observación por unos pocos días. De todos modos, debe continuar en su reposo y consumir alimentos sanos.
Tres días más tarde, mi hijo se sentía bien y regresó al colegio. De eso hace más de 30 años, y nunca más ha tenido problemas con su apéndice. Sin duda que la oración y la fe pueden convertir algo tan sencillo, como pañitos de agua fría sobre un apéndice inflamado, en un milagro. Esa noche, Dios me iluminó y usé parte de los “remedios” mencionados en el Ministerio de Curación (E. White p. 89): “El aire puro, el sol, la abstinencia, el descanso, el ejercicio, un régimen alimenticio conveniente, el agua y la confianza en el poder divino, son los verdaderos remedios.”
Yo también fui curada milagrosamente de ulceraciones en el colón. Sufría de terribles cólicos. Había leído sobre los beneficios del agua y empecé a ponerme paños de agua fría en el vientre. Un día el dolor era tan fuerte, que desesperada saqué hielo de la nevera, lo puse en un recipiente con agua y tomé un baño de asiento. Recosté mi cabeza sobre mis rodillas y me dormí. Desperté dos horas más tarde sin dolor. Continué con el tratamiento de agua, oración y una alimentación adecuada hasta que los cólicos desaparecieron definitivamente. En el libro citado leemos: “El agua aplicada externamente, es uno de los medios más sencillos y eficaces para regular la circulación de la sangre… Hay muchos modos de aplicar el agua para aliviar el dolor y acortar la enfermedad. Todos debieran hacerse entendidos en esa aplicación para dar sencillos tratamientos caseros” (p. 181). He sabido de milagros acaecidos en la vida de quienes con oración y plena confianza en Dios, a pesar de emplear métodos sencillos y aparentemente absurdos, se han maravillado al ver que sus dolencias han sido sanadas y trocado sus problemas en bendiciones.