No tendrás temor de espanto nocturno, ni de pestilencia que ande en oscuridad, ni de mortandad que en medio del día destruya. Salmo 91:5, 6.
Después del 11 de septiembre del 2001, el mundo continuaba consternado por los ataques tanto a las torres gemelas de Nueva York, como al Pentágono en Washington. Esos acontecimientos habían cubierto al país con un oscuro manto de dolor. Yo había comprado con anterioridad un boleto para visitar a mi hijo en Tennessee. Aunque con un poco de duda, decidí continuar con mis planes. ¡Qué pesado encontré el ambiente en el aeropuerto! Todas las instalaciones estaban casi vacías. Hasta por sus poros la gente destilaba tristeza. Allí estaba yo, sentada, esperando el momento para abordar el avión que me llevaría a Atlanta. Poco antes, alguien me había preguntado si no tenía miedo. Me quedé pensando: ¿Por qué habría de tenerlo, Amado Jesús? Tú me sacaste del quirófano en dos fatales ocasiones, tú abriste el Mar Rojo, tú resucitaste a Lázaro y haz hecho tantos milagros, ¿por qué habría de dudar hoy de tu cuidado y amor? Señor, enséñame a confiar cada día más en ti y a no temer, aunque pise el umbral del valle de las sombras. Deseo vivir hasta el día que tú lo dispongas y no precipitar mi fin con angustias, por lo que probablemente pueda suceder en un futuro cercano o lejano porque eso, amado Jesús, no te agrada. Quiero abordar el avión y acostarme cada noche, con la certeza que llegaré a mi destino y me levantaré cada mañana porque tú estás a mi lado. Cuando termine mi misión en esta tierra, si aún no has venido, deseo dormir el sueño de los justos.
En el avión, viajábamos pocas personas. Observé con tristeza la esmerada atención de su tripulación y la sonrisa, tal vez cargada de dolor, que afloraba en los labios de las aeromozas. Me pregunté ¿Qué drama estaría viviendo el poeta cuando escribió?: “El rostro ríe cuando el alma llora”. En menos de una semana de la tragedia, la nación se debatía entre el llanto y un desconsuelo con matices de ira, al comprender su incapacidad para actuar contra un enemigo sin rostro. Me hubiera gustado hablar con alguien del personal de la aerolínea, para sembrar un poco de optimismo. Quería decirles que me sentía feliz de viajar con ellos, como una forma de estimularlos, porque a pesar del dolor que a todos nos embarga, hay que seguir adelante. Mientras la vida continúe debemos orar y no perder nunca nuestra confianza en el Salvador.