Señor, enséñame a orar

Pedís y no recibís, porque pedís  mal, para gastar en vuestros deleites. Santiago 4:3

         Yo tenía catorce años y me preparaba, de manera especial, para hacer bien mi parte en el acto de fin de curso en la escuela secundaria. Aunque éramos diez hermanos y mi familia atravesaba por una crisis económica, mi mamá me hizo un vestido nuevo. Como yo quería estrenar también zapatos, oraba con fervor al acostarme, al levantarme y en las noches, cuando me despertaba. Estaba convencida que era un secreto entre Jesús y yo. Pocos días antes del acto, para mi sorpresa, mi madre me dijo:

-Sé que has estado orando por unos zapatos nuevos. Los tuyos están en buenas condiciones, si estuvieran viejos o no tuvieras, está bien que oraras. No debemos pedir cosas para satisfacer nuestra vanidad. Creo que ese tipo de oración no agrada a Dios. A mí me gustaría comprarte un par de zapatos, pero tú sabes cuál es nuestra condición económica.

Me quedé muda y abrumada. Aún hoy me pregunto, ¿Cómo supo mi madre sobre mis oraciones secretas?

Las escuelas de los profetas fueron instituidas por Dios y como parte de su programa educativo, a los estudiantes «les enseñaban a orar… a ejercer fe en Dios, a comprender y obedecer sus enseñanzas». Creo que necesité equivocarme por segunda vez para aprender esa lección.

Resulta que mi ex esposo tenía otro hogar con hijos. A mí como no me gustaba ser divorciada, continuaba orando, como lo había hecho por tantos años. Un día desesperada y convencida que ya no había ninguna solución, llegué a la casa, abrí al azar Patriarcas y Profetas y leí: «Cuando los hombres deciden seguir su propio sendero, sin buscar el consejo de Dios, o en oposición a su voluntad revelada, les otorga con frecuencia lo que desean, para que por medio de la amarga experiencia subsiguiente sean llevados a darse cuenta de su insensatez» (p. 656). Aunque la cita se refería a la forma como el pueblo de Israel había pedido un rey, y Dios les dio precisamente el que reflejaba el mismo carácter de ellos, en ese momento me pareció que el mensaje estaba dirigido a mí. Cambié mi modo de acercarme al Padre Celestial. Pienso que debemos poner nuestras vidas en las manos de Jesús y pedirle que nos enseñe a orar. Me divorcié. ¡Cuán difícil me parecía comenzar! Me quedé sola, sin profesión, enferma, triste y con la tremenda responsabilidad de ayudar a mis hijos en su educación. Empecé a trabajar, a estudiar y a escribir cuando el tiempo me lo permitía. Cinco años más tarde me gradué de profesora. Si bien estuve sola por 18 años, después que terminé mi maestría en «Literatura Latinoamericana», me volví a casar con mi profesor y tutor de la tesis.

Cuando miro hacia mi pasado, doy gracias a Dios por sus bendiciones. Ese cambio despejó mi horizonte y volví a sonreír. Aprendí a orar. Continuamente pido a Dios que bendiga a mis hijos, a mi esposo y a mis nietos, que los haga nobles y sabios para que no se aparten de sus caminos. No me preocupa si tienen bienes, carros, ni lujos. No me detengo en los detalles terrenales. Lo que si me inquieta es que guarden sus tesoros en los almacenes del cielo.

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