Mas el justo por la fe vivirá. Romanos 1:17
El más distinguido de los reformadores, el alemán Martín Lutero (1483-1546) creció en el campo, donde su padre trabajaba como minero. Procedía de un hogar humilde y mientras iba para la escuela, con el fin de ganar para su sustento, cantaba y tocaba su laúd de puerta en puerta. De adulto compuso algunos himnos, entre los que se destaca: “Castillo fuerte es nuestro Dios”. Sus padres se preocupaban por su educación y querían que tuviera una vida piadosa, las oscuras y supersticiosas ideas religiosas de esa época, lo llenaban de pavor. Muchas veces se acostaba temeroso, pensando en el futuro. Veía a Dios como un juez cruel y tirano, no como el amoroso Padre Celestial.
A los 18 años ingresó a la universidad de Erfurt, y su situación económica mejoró. Por su carácter alejado de lo superficial, además de su incansable dedicación al estudio, pasó a formar parte de los mejores estudiantes. En la biblioteca de esa universidad, encontró por primera vez una Biblia. Como nunca antes la había visto, ignoraba que existiese. Había oído porciones de los Evangelios y las Epístolas que leían en los cultos, suponía que eso era todo lo que contenía ese Libro Sagrado. Con admiración y temor comenzó a leerlo. Los ángeles celestiales lo ayudaron a comprender la verdad.
Con el fin de librarse del pecado y reconciliarse con Dios, decidió ingresar al monasterio y dejó la universidad. Su papá quería que fuera abogado y se disgustó. Además de sus clases y ocupaciones, tenía deseo de saber más de Dios y dedicaba todo su tiempo libre al estudio de la Biblia, que encontró encadenada en el muro del convento. Como se sentía atormentado por su condición de pecador, se convirtió en devoto: oraba horas largas, ayunaba y se flagelaba, además de sus peregrinaciones y confesiones. Esa fuerte disciplina lo debilitó tanto, que comenzó a sufrir convulsiones y desmayos. Dios le preparó un amigo, que le dio la orientación necesaria para que dejara de martirizarse y acudiera a Dios. Después de esa larga lucha, la paz comenzó a llenar su alma.
Fue ordenado sacerdote a los 25 años. Dejó el claustro y pasó a enseñar teología en la Universidad de Wittenberg, donde cuatro años más tarde (1512) recibió el título de Doctor en Teología. Desde ese tiempo se dedicó al estudio de la Biblia, en las lenguas originales. Sus primeras conferencias fueron sobre Salmos, Evangelios y Epístolas. Miles escuchaban sus enseñanzas con deleite. Su amigo lo instó a que predicara en el púlpito, dudaba, pero aceptó. Las bendiciones de Dios, el conocimiento que tenia de la Biblia, su elocuencia y la claridad con que presentaba la verdad, cautivaban a sus oyentes.
El cambio que tuvo en su relación con Dios, pero continuaba sumiso al papado. No pensaba cambiar y decidió ir a Roma. En ese largo viaje que realizó a pie, se hospedó en varios conventos. En Italia, los prelados vivían como príncipes en espléndidas mansiones con riquezas y lujos. El contraste que había con sus privaciones, lo confundió. Cuando vio la ciudad, de rodillas dijo: “¡Salve Roma Santa!” En Roma, cumplió con todas las ceremonias, visitó iglesias y hablaba con sacerdotes y monjes. Esa experiencia lo horrorizó, porque encontró libertinaje y corrupción en lugar de santidad.
Según un decreto del Papa, toda persona que subiera de rodillas “la escalera de Pilato”, recibiría indulgencia, esto es, sus pecados serían perdonados. Según la tradición, Cristo subió esa escalera, cuando compareció ante el tribunal, milagrosamente fue llevada a Roma. Un día, mientras Lutero subía esa escalera, el recuerdo del versículo: “El justo vivirá por fe” lo impactó tanto, que se paró y huyó. Comenzó a ver con claridad el engaño que hay, cuando el hombre confía más en sus obras que en los méritos de Cristo. Eso inició su separación de Roma. (Base: El Conflicto de los Siglos pp. 129-135)