En el valle de las sombras

Aunque ande en valles de sombra, de muerte, no temeré mal alguno porque tú estarás conmigo. Salmo 23:4

           Jamás imaginé que, cinco días después del nacimiento de mi hija, pisaría el umbral del valle de las sombras. Ese domingo fui nuevamente hospitalizada con un cuadro hemorrágico, que según el diagnóstico médico, con una simple cirugía menor se solucionaría. Mientras esperaban acostada en una camilla y pasaba el tiempo, el silencio y la soledad me durmieron. Repentinamente algo me despertó. Creo que soñaba, porque me pareció ver una camilla cubierta de blanco, con una mujer muerta y que otro personaje, también vestido de blanco me había dicho que esa mujer era yo. Muy impresionada me puse a orar. En ese momento entró el anestesista y me quedé dormida, susurrando el dulce nombre de mi amado Jesús.

Comencé a despertar pasada la medianoche. Sólo recuerdo que estaba inmóvil, amarrada a una camilla, con una mano entablillada, para que la aguja se mantuviera fija y el suero entrara en mis venas. De cuando en cuando otro hombre, también con bata blanca, se acercaba y me repetía al oído: “tuvimos que operarte de emergencia, no te muevas”. Amaneció y allí estaba yo demacrada y amoratada. Los cortes de las venas principales de mis brazos y piernas, son un testimonio del esfuerzo, que hicieron los galenos para mantener el flujo de mi torrente sanguíneo, de modo que la hemorragia no secara mis venas. Después, el cirujano encargado del quirófano, me dijo:

-Veíamos como se te iba la vida, sin poder hacer nada. Habías perdido demasiada sangre y no resistías una cirugía mayor, esto es, operarte para sacarte la matriz. Repentinamente se me ocurrió rellenarte el vientre con gasa y cosí.

Tengo la seguridad que el Salvador iluminó su mente para hacer algo que, según él mismo me dijo, escapaba de la metodología estudiada en la escuela de medicina. Permanecí doce días en la cama del hospital. No tuve complicaciones y la gasa fue retirada en el tiempo previsto sin dificultad

Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en los rostros de los médicos que, estuvieron de guardia y conocían mi caso. Sé que Jesús estaba en el quirófano, dirigiendo cada movimiento de los cirujanos. Aunque el caso se cernía sobre mi vida, la luz divina trocó mi funesta debilidad en vergel. ¡Gracias, Señor!

Articulo publicado en Volumen II. Guarda el enlace permanente.

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