El amor eterno de Cristo

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados a ti! Mateo 23:37.

   Según la Biblia, la vida de Jesús y el destino del mundo, estaban profetizados. La Pascua era una celebración, que hacían los israelitas cada año en Jerusalén, fue establecida como fiesta nacional, cuando salieron de Egipto. Desde el monte de los Olivos, se veía la hermosa ciudad de Jerusalén. En frente estaba el monte de Getsemaní, a la cual muchas veces, Jesús se comunicaba con su Padre Celestial. Cerca estaba el Calvario, donde “como cordero fue llevado al matadero” Isaías 53:7. La interpretación que los líderes judíos hacían del Antiguo Testamento, era diferente sobre la misión de Jesús.

          Durante los tres años realizó su ministerio, Cristo sanó enfermos, resucitó muertos y predicó el evangelio. A todos dirigía su llamado: “Venid a mí… y yo os haré descansar” Mateo 22:28. Sin hogar cumplió con su misión, llena de amor y paz. Jamás rechazó ni obligó a nadie. Tres días antes de su muerte, hizo su entrada en Jerusalén y lo proclamaron Rey. Se apartó y desde el monte de los Olivos, lloró por la ruina que tendría la ciudad. Unos profetas también se lamentaron del castigo, que por su apostasía tendrían los judíos, como rechazaron a Jesús, perdieron las bendiciones de Dios.

         Por inspiración divina mil años antes, el rey Salomón edificó el templo. Cuatro siglos después, Jerusalén fue asolado y su pueblo, llevado cautivo por setenta años. Sobre el segundo templo, Hageo 2:9, profetizó: “la gloria postrera de esta casa será mayor que la primera”. Los judíos querían saber cómo se cumpliría esa profecía. El segundo templo no era igual en grandeza que el primero, pero lo superó por la misión de Cristo. Sus discípulos dijeron: “Mira qué piedras y qué edificios”. Jesús contestó: “no será dejada aquí piedra sobre piedra, que no sea destruida”. Creían que la destrucción de Jerusalén, coincidía con su venida, que revestido de gloria ocuparía el trono y los libraría de los romanos. En el monte de los Olivos, le preguntaron: “¿Cuándo serán estás cosas, y qué señales habrá de tu venida y del fin del mundo?” Mateo 24:3. Como no entendían la destrucción del templo ni su muerte, les habló del castigo que tendrían los que lo rechazan.

           Príncipes, sacerdotes y fariseos aborrecían a Jesús, pensaban que sin él serían otra vez un pueblo fuerte. Por ese rechazo, el año 70, Dios retiró su protección y la nación cayó bajo el dominio del enemigo. La profecía sobre la destrucción de Jerusalén se cumplió. Hubo señales: “A media noche una luz extraña brilló sobre el templo… Los sacerdotes que estaban en el santuario oían ruidos, la tierra temblaba y una voz les decía: salgamos de aquí”. La enorme puerta de la ciudad se abrió. No murió ninguno de los seguidores de Jesús, como se los había advertido, huyeron. A esto se suma, que el general Tito propuso tomar el templo por asalto, para evitar su destrucción. En la noche, unos judíos los atacaron. Durante la lucha un soldado romano, arrojó una tea encendida en el aposento. Después otra en el templo y se quemó. El año 70, Jerusalén fue destruida y más de un millón de judíos murió, los que vivieron fueron llevados cautivos: unos los vendían como esclavos, otros los arrojados a las fieras y el resto, se esparció por toda la tierra.

           Cuando Jesús venga: se “lamentarán todas las tribus de la tierra, verán al Hijo del Hombre con poder y gloria”. No debe menospreciarse el aviso de su segunda venida: como anunció la destrucción de Jerusalén y dio señales, para que salieran de la ciudad. Sobre su segunda venida: “habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y sobre la tierra angustia” Mateo 24:29. Igual que los primeros cristianos, debemos prestar atención al Salvador y buscar refugio. (Base: El Conflicto de los Siglos pp. 19-42)

Articulo publicado en Volumen X. Guarda el enlace permanente.

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