En paz me acostaré, y así mismo dormiré, porque sólo tú, Jehová, me harás dormir confiado. Salmo 4:8.
Supe que tenía un problema cardíaco congénito (comunicación inter-auricular) después del nacimiento de mi hija. Aunque yo era muy delgada y me cansaba rápidamente, lo que llamaba la atención era la extrema palidez de mi piel. Muchas personas me daban consejos, pensaban que yo estaba anémica porque para mantenerme delgada no me alimentaba bien. Hasta el pediatra de mis hijos terminó examinándome, cuando le dije que yo no tenía anemia y le expliqué cual era mi problema.
La comunicación inter-auricular tiene su origen en el momento del nacimiento. Cuando el bebé está en el vientre no utiliza sus pulmones, sino que la madre realiza esa función por él. Hay una válvula abierta en medio de las dos aurículas, que debe cerrarse con el primer grito del bebé que anuncia su nueva vida. Como un error del destino, yo fui uno de los pocos casos que queda parcialmente abierta.
Los años y el alumbramiento de mis tres hijos acentuaron mi mal. Cada día me sentía más débil, el menor esfuerzo físico me agotaba, como si lentamente me estuviese muriendo. Los exámenes médicos revelaron, que mi corazón estaba en un proceso acelerado de crecimiento, el tabique que debía separar las aurículas estaba tan abierto, que la sangre pura y la impura se mezclaban dentro del corazón, tenía que hacer un gran esfuerzo para bombear el doble de sangre con el oxígeno necesario, para mantenerme viva. La operación detendría ese crecimiento. En los años sesenta, la cirugía cardiovascular estaba en sus comienzos. Me hicieron el cateterismo a mediados del 1966. Según el diagnóstico debía ser operada en el lapso de un año. Después de ese tiempo, el daño que la presión del corazón recrecido causaría a mis pulmones era irreversible. Además, lo que me iba a matar no era el corazón, sino el hígado que carente de oxígeno, pronto paralizaría sus funciones.
En ese tiempo yo afrontaba terribles problemas de salud, especialmente digestivos, ocasionado por cálculos biliares, úlceras del colón, el colesterol muy alto y el endurecimiento del hígado, según los médicos era algo similar a una cirrosis. Yo sacaba la cuenta del tiempo que probablemente viviría. Pensaba que si aprovechaba cada minuto, tal vez podía dar solidez espiritual, moral y educativa a mis pequeños hijitos. Una nueva crisis me obligó a cambiar de opinión. Esa noche decisiva, caminaba como sonámbula por toda la casa. Me detenía a mirar a mis tres pequeños hijos dormidos, mientras consternada le preguntaba al Divino Médico: ¿qué será de ellos? Repentinamente un rayo de esperanza me estremeció y arrodillada clamé a Dios. Abrí la Biblia y mientras leía: “En paz me acostaré, y así mismo dormiré, porque sólo tú, Jehová, me hacer dormir confiado”, mis pensamientos me trasladaron a un futuro cercano, al quirófano. Allí me veía dormida y mi amado Jesús dirigiendo las manos de los cirujanos, en esa trascendental operación.
Por fe, esa noche tomé la decisión. Dos días más tarde ingresé al Hospital Universitario de Caracas. Fui operada de corazón abierto el 13-4-l967. Aún hoy, no me canso de alabar al Padre Eterno, por la forma tan maravillosa como aclaró mi horizonte, me permitió despertar a un nuevo amanecer. ¡Me regaló la vida!