- Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él. Proverbios 22:6
Soy de un país suramericano, estaba convencida que el plan de Dios, para nuestros hijos, es que reciban una educación cristiana, desde pequeños inculqué en los míos su importancia. Mis dos hijos menores decidieron ir a Estados Unidos. No fue fácil ni para ellos ni para mí. Muy jóvenes, apenas salidos de la adolescencia, renunciaron a las comodidades del hogar, y a la perspectiva de una carrera brillante, ya que la educación universitaria en nuestro país era gratis y buena, para ir al extranjero a tener que trabajar, para pagar la mayor parte de sus estudios. Dos años más tarde, mi hija siguió los pasos de sus hermanos. Sólo la fe me sostuvo: me quedé sola, enferma, sin profesión y con la tremenda responsabilidad de prestarles mi ayuda espiritual, económica y moral.
El tiempo siguió su curso. Hoy mis hijos son profesionales. En cuanto a mis dolencias, como no tuvieron espacio en mi mente, no crecieron, así que pude estudiar hasta graduarme de profesora. Mi soledad, desde el mismo comienzo, se llenó de voces silenciosas que me traían del norte un interminable diálogo de historias estudiantiles, objetivos, sueños, amor y fe. Sus miles de cartas y tarjetas reposan en una gaveta, su esencia permanece guardada en mi corazón.
Aunque estudiar para mí y para mis hijos es un placer, la meta no es el dinero ni el brillo de un título, sino capacitarnos para un mejor servicio. Consideramos que cada peldaño en la escala del conocimiento, debe hacernos más comprensivos y humildes. Lo admirable es que con esas múltiples misivas, siempre se alza la voz de la gratitud, igual que ellos, yo también tanto en el pasado como en el presente, continúo dando gracias al Padre Eterno. Mi oración constante es que la luz celestial los proteja. Cada vez que evoco estos recuerdos, un poema de adoración a Dios brota de mí.