Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda. Lamentaciones 3:55
¡Qué impresión me produjo el testimonio de Juan! Estuvo tras las rejas por mucho tiempo. Fue procesado como enemigo público y la Fiscalía pidió que lo condenaran de por vida. Juan era el menor de seis hermanos, su tragedia comenzó horas antes de nacer. Su madre estaba en el octavo mes de gestación, se preparaba para la llegada de su nuevo bebé. Su marido que era un bebedor empedernido, en momento de ebriedad, se dirigió al hogar para buscar el poco dinero, que le había dado a su mujer para el parto. Como ella se negó, le dio una golpiza y se apoderó de los fondos. Ella conocía a su esposo, sabía que volvería más borracho y agresivo. Temiendo por su vida y la del bebé, huyó. Encontró refugio en una casa abandonada, al lado de una harapienta mendiga, al amanecer del día siguiente actuó como partera. En ese inmundo lugar nació Juan. Dios, que conoce el futuro, permitió que sobreviviera para que fuera un testimonio de su amor.
Juan pasó sus primeros años llenos de pobreza y conflictos, en una aldea boliviana, su país natal, tuvo repetidos incidentes degradantes que marcaron su vida. En la fiesta de Navidad y Reyes, no recibía ningún regalo. Las madres del vecindario le decían a sus hijos, que no se juntaran con “esa clase de gente”, refiriéndose a Juan, casi siempre estaba descalzo y pobremente vestido. Se sentía tan mal, acudía a su madre y le preguntaba:
– Mamá, ¿Yo soy malo?
– No, hijito, -respondía ella.
– ¿Por qué no tengo regalos en Navidad ni en el Día de Reyes?
– Porque el destino lo quiso así, -respondía la madre.
Bolivia es un país muy católico y como las procesiones, con actos religiosos son frecuentes, Juan se preguntaba: Dios, si realmente existes, ¿dónde estás?
Juan se volvió un amargado, resentido, lleno de odio y con deseo de venganza. Primero contra su padre, a quien culpaba de toda su mala suerte, después contra la sociedad, que bajo el manto de la religión, actuaba con crueldad, falsedad e hipocresía.
El niño triste creció con sed de venganza. Un día pensó que tal vez, el mejor camino para llevar a cabo sus planes era estudiar, entonces se fue para Argentina. El contacto que tenía con los estudiantes y las manifestaciones de protesta, fortalecieron sus bajos sentimientos. Como se convirtió en un líder agresivo, terminó en la cárcel. Donde fue privado de la libertad, pero el Salvador despejó su horizonte.
Completamente solo, sin amigos ni familia, por las noches contemplaba el cielo, a través de los barrotes de su celda, con la misma incógnita: “¡Qué no daría yo por saber si Dios realmente existe!”. Un día llegó un desconocido, y le dio en un libro religioso, después supo que era adventista. Esa lectura lo llevó a creer en Dios, tomó esa decisión y las bendiciones le comenzaron a llegar. Su vida cambió: salió de la cárcel, consiguió trabajo y se casó. Hoy vive en Estados Unidos con su familia. Siempre recuerda su pasado, como un testimonio de las maravillas del amor de Dios.