No sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Juan 15:19.
El Doctor, sacerdote y profesor Martín Lutero (1483-1546) se oponía a la venta de las indulgencias. El año 1517, el día de “todos los santos”, se unió a la multitud y colocó en la puerta de la catedral de Wittenberg sus célebres 95 tesis, con una invitación abierta para discutirlas. Su argumento despertó tanto interés, que en dos semanas se dispersaron por Alemania. Los dos meses siguientes llegaron a casi toda Europa.
En sus predicas, Lutero comparaba la majestuosidad del Papa con la humildad de Cristo. Sugería que en las universidades debían estudiaran la Biblia. Eso conmovió tanto a su nación que se unió a la Reforma. Como el Papa lo excomulgó, en una plaza pública y delante de un inmenso grupo, quemó el documento de su excomunión y se separó de Roma. Los papistas querían que el Emperador lo sentenciara a muerte, pero Carlos V tenía una deuda de gratitud con el elector Federico de Sajonia, quien le rogó que no tomara medidas sin oírlo. El legado papal no quería que Lutero asistiera al concilio, furioso lo acusó de enemigo de la iglesia, del estado, de los vivos y de los muertos, además añadió: “en sus errores hay motivo para quemar a cien mil herejes”. Lutero estaba ausente. Como uno de los miembros del concilio habló sobre la tiranía papal, nombraron una comisión que hizo una lista de 101 abusos de la iglesia. Entonces acordaron que Lutero compareciera y Carlos V le envió su salvoconducto.
Durante el largo viaje, lo acompañaron un emisario imperial y tres amigos. Fue despedido con lágrimas, y multitudes salían a su encuentro con tristeza. En la universidad donde inició sus estudios, muchos querían que predicara. Estaba prohibido, pero el emisario lo permitió. No se quejó, sino habló de la fe y la paz que Dios provee a los que lo siguen. Cuando se acercaba a Worms, aunque los papistas se esforzaron para que no entrara, una inmensa multitud le dio la bienvenida en las puertas de la ciudad. Nunca antes se había reunido tanta gente, ni siquiera para saludar al Emperador.
Lutero llegó cansado. Como querían verlo y oírlo, muchos rodearon la casa donde se hospedó. El día siguiente, compareció ante el concilio. Las calles estaban llenas de personas que querían conocer al monje, que se había atrevido a resistir al Papa. Nadie había comparecido ante una asamblea tan importante. En la entrada, un general le dijo: “¡Frailecito! ¡Haces frente a una empresa tan ardua que ni yo ni otros capitanes hemos visto, si tu causa es justa avanza!”. Aunque el Papa lo había condenado y expulsado, pero fue convocado a la más respetable asamblea del mundo. El Papa le impuso silencio, pero debía hablar a miles de oyentes de los países cristianos.
Venía de un hogar humilde y se sentía cohibido, pero algunos lo estimulaban. Cuando entró, reinó el silencio. Un dignatario señaló sus escritos y exigió que respondiera sólo dos preguntas: Si reconocía que eran suyos y si estaba dispuesto a retractarse. Leyó los títulos y los reconoció. En cuanto a la otra pregunta dijo: “concierne a la fe y a la salvación… obraría imprudentemente si respondiera sin reflexión”. Suplicó al Emperador que le concediera tiempo, para responder sin manchar la Palabra de Dios. Accedieron a su pedido. El día siguiente, deseaba estar seguro de la ayuda divina, Lutero se arrodilló, oró y dijo: “¡Dios todopoderoso!… ¡Asísteme contra toda la sabiduría del mundo!”. Su fe confundió a sus enemigos. (Base: El Conflicto de los Siglos. Pp. 150-167)