El que sembrare iniquidad, iniquidad segará. Proverbios 22:8.
La casa de mi abuelo estaba rodeada de cañaverales, sembradíos, árboles frutales y al lado el trapiche con su embriagante olor a miel. La familia y los peones, en las noches de luna o a la luz del farol, se reunían a escuchar los cuentos de mi abuelo. Allí me crié y viví desde ocho meses de nacida, hasta poco antes que asesinaran a mi abuelo: era alto, su piel color canela y cabellos ligeramente ensortijados. Su muerte fue el fin de un largo pleito de su familia, por la tenencia de la tierra, duró más de 20 años.
Mi bisabuelo procedía de una de las islas del Caribe. Llegó a mediados del siglo XIX, a una pequeña ciudad al noroeste de Colombia y se casó con una rica joven del lugar. Tuvieron tres hijos. Mi bisabuelo quedó viudo y tomó posesión de los bienes de su esposa: dos casas céntricas en la ciudad y dos haciendas, la más productiva era la destinada a la ganadería. Mi bisabuelo se puso a vivir con una dama y tuvieron 8 hijos. Poco después de la muerte de sus dos hermanos, mi abuelo se casó y se fue a vivir en la hacienda del trapiche. Dejó los otros bienes a mi bisabuelo, quien se casó en artículo de muerte con la madre de sus ocho hijos. La viuda se posesionó de los bienes de su esposo y se dedicaron a disfrutar su vida de ricos. Como ninguno tenía la menor idea sobre la administración de los bienes, pronto ganado y hacienda se esfumaron. Sin dinero y sin trabajo, pusieron sus ojos en la hacienda de mi abuelo. El pleito empezó. Uno de ellos se negó a participar en esa injusticia y abandonó el hogar. A pesar de todas las artimañas de los abogados, era imposible que legalmente le quitaran a mi abuelo lo que había pertenecido a su madre. El conflicto no tenía fin y desesperados por el dinero, decidieron seguir el único camino que les daría la propiedad: asesinar a mi abuelo.
Ante la tentadora oferta de ser dueño de la mitad de una productiva hacienda, un joven de cierta posición social y económica, con cuatro hombres se dirigió al lugar donde mi abuelo trabajaba en la tierra, uno lo agarro mientras otro le enterró una bala en el ojo izquierdo. Mi abuelo había sido mi padre. Yo tenía diez años. El impacto fue tan terrible que durante varios años, me despertaba llorando con pesadillas. Conocí a la madrastra de mi abuelo cuando entré al 5° grado. En el camino a mi escuela pasaba frente a sus casas. Pronto noté que cada mañana había una anciana parada, casi en la mitad de la calle y me miraba fijamente. Se lo comenté a mi abuela, quien llorando me explicó el espantoso drama. No pasé más por el lugar, cambié de ruta.
No hubo venganza. Mis tíos abandonaron la región, de la casa de su padre, yo fui la primera en dejar el país. Los años pasaban, de vez en cuando llegaba alguna noticia: en el lapso de 30 años, lentamente fueron muriendo de una enfermedad misteriosa las 9 personas. La madre vivió lo suficiente para ver el fruto de su obra. Quedaron solos y en miseria. Los últimos en abandonar este mundo, vivieron de la caridad de la iglesia católica y unos compasivos amigos de su época de esplendor. Ninguno se casó. El único que tuvo una hija fue el que se negó a participar en el pleito contra mi abuelo. Hace 20 años, alguien me hizo llegar un comunicado de la Alcaldía de la ciudad, invitando a todos los descendientes de mi abuelo a presentar sus documentos de identificación, el gobierno se había encargado de la repartición de la herencia de las dos casas, que habían pertenecido a mi bisabuela.