- Venid, hijos, oídme, el respeto del Señor os enseñaré. Salmos 34:11.
La niñez de mis tres hijos, estuvo llena de bendiciones y momentos significativos. Mi primer hijo nació un once de septiembre. En una pequeña fiesta, que hicimos cuando cumplió sus cuatro años, mientras corría en medio de sus tíos, abuelos y amigos, gritaba emocionado: “¡Seré pastor cuando sea grande¡”. La mañana del año siguiente, cuando cumplió sus cinco años, mientras el sol filtraba sus primeros rayos, a través del cristal de la ventana donde él estaba, yo entre en silencio, se despertó y sonriendo dijo: “Mamita he soñado con los conquistadores”. Era la primera vez que me contaba su sueño. ¡Tenía deseos de pertenecer a ese grupo juvenil y soñó! Sus ilusiones llenaron sus metas: estudió en instituciones cristianas y antes de cumplir sus 30 años, fue ungido de pastor.
El nacimiento de mi segundo hijo, causó tantos problemas a mi salud, que casi los dejo huérfanos. Cuando cumplió sus cuatro años, nos llenamos de alegría. Su hermano fue el primero en ponernos en acción y dijo: Papá, hoy es día de fiesta y tú no puedes ir a trabajar. ¿Y qué fiesta es hoy? – preguntó. El cumpleaños de mi hermano – respondió.
Cantamos y llenamos a mi segundo hijo de abrazos, besos y risas. Era un día de fiesta y el Príncipe estaba feliz. Nos reunimos en la mesa donde estaba la torta, cubierta de blanco, símbolo de su alma pura. Esa noche salimos. Pasamos frente a una fuente luminosa y los tres clamaron: ¡Una lluvia de colores! El día siguiente, se despertó temprano y dijo: “Mamita, mira cuán grande estoy, ya soy un hombre tengo 4 años”.
Después, mi segundo hijo se enfermó. Estaba grave y debía estar en un largo reposo. Yo dedicaba horas a leerle relatos bíblicos y biografías de personajes importantes. A veces pensando que estaba dormido o no entendía, dejaba de leer, pero él insistía. Tal vez eso sentó la base de su futuro: hoy es profesor universitario. Esos días aprendió varios poemas, cuando se recuperó, comenzó a recitar en la escuela y la iglesia.
Mi hija nació en Barquisimeto. Ese parto fue peor que los anteriores. Yo tenía un problema cardiovascular congénito, como no había sido descubierto me afectó tanto, que cinco días después del nacimiento de mi hija, necesité la intervención médica. Después, el cirujano jefe me dijo: “En el quirófano veíamos como se te iba la vida, sin poder hacer nada, pues habías perdido demasiada sangre y no resistías ninguna operación, de pronto se me ocurrió rellenarte el vientre con gasa y coser. Hice algo que no está en los libros de medicina”. No tuve complicaciones y fue retirado en el tiempo previsto sin dificultad. El milagro se dio. Permanecí en la cama del hospital 12 días. Dios me regaló la vida.
Había escrito poco sobre mi hija. La noche anterior a su cumpleaños, estaba triste, no veía movimiento y dijo: “Mamita, este va a ser el peor cumpleaños de mi vida”. Todo cambió, la alegría la invadió y fuimos felices. Mis hijos son profesionales, con cariño y humildad se dedican al servicio humano. Los padres debemos ser bondadosos y pedir a Dios, que nos indique qué hacer, para que nuestros hijos, sin regaños, ni imposición, crezcan en el amor divino. “La instrucción de los niños es la obra misionera más noble que cualquier hombre o mujer puede emprender” (White), esto me fortaleció.
Mi hijo mayor tenía más de 4 años, cuando me desmayé y me llevaron por primera vez al cardiólogo. Me hicieron muchos exámenes y fui operada del corazón el 13-4-67. No les hablaba de mi salud, sino de las bendiciones de Dios. Me quedé sola, con mis tres adolescentes hijos, mi esposo me abandonó y nos divorciamos. Hice todo lo posible para limar las asperezas. Cada vez que iba a visitarlos en Estados Unidos, me comunicaba con él y le pedía que les escribiera. Después de 47 años, su papá volvió a la iglesia adventista y nuestro hijo, el pastor, lo bautizó, él murió hace 2 años.