Sus hijos la llaman bienaventurada; y su marido también la alaba. Prov. 31:28
A través de las edades, la mujer siempre ha desempeñado el papel más destacado en la familia y en la sociedad. En la Biblia tenemos la historia de dos madres: Jocabed, la madre de Moisés, el gran legislador y libertador de su pueblo. Y Ana, la madre de Samuel, que además de sumo sacerdote fue el último juez de Israel.
Antes del nacimiento de Moisés, Faraón dictó un decreto, según el cual todo niño varón que naciera fuera arrojado al río. Jocabed oraba con fe y mantuvo a su bebé escondido por tres meses. Después, temiendo que lo encontraran, preparó una arquilla de juncos y lo colocó a orillas del río. Con el fin de evitar problemas, puso a su hija María, para que secretamente observara cada movimiento. No había pasado mucho tiempo, cuando llegó la hija de Faraón, le llamó la atención la arquilla y mandó a sus criadas que se la trajeran. La abrió y vio al hermoso niño llorando. Aunque comprendió que era hebreo, se compadeció y mientras lo acariciaba, se acercó María, la hermana de Moisés y le preguntó a la princesa, si quería que llamara una nodriza hebrea. Ella aceptó y Jocabed se hizo cargo de su hijo, los primeros doce años de su vida. En una cabaña humilde vivió con sus padres, después pasó al palacio real, pero las enseñanzas de su madre no se borraron. Moisés es el autor de los cinco primeros libros de la Biblia, sacó a su pueblo de Egipto y es una de las figuras más conocidas, de la historia universal.
Samuel, el hijo de Ana, desde niño recibió instrucción celestial, y llegó a ser el último juez de Israel. Como Ana era estéril, su esposo se casó por segunda vez y tenía dos esposas. Su amor por Ana era mayor, pero en su segundo hogar nacieron niños y reinaba la alegría. Ana sufría mucho. Un día fue al templo, mientras lloraba y oraba le prometió a Dios que si le daba un hijo, se lo dedicaría desde su nacimiento. Así sucedió cuando nació Samuel. Ana lo amaba y tan pronto tuvo edad suficiente, cumplió con su promesa, lo llevó al templo y lo entregó al sumo sacerdote Elí, que se impresionó por la fe de Ana, regresó a su hogar y el niño quedó en la casa de Dios, recibiendo las instrucciones necesarias para su misión. Dios premió la fe de Ana y le dio más hijos. Cada año iba al templo y le llevaba a su hijo, una túnica que ella misma tejía.
Mientras Samuel crecía aumentaban sus responsabilidades. Una noche, el anciano Elí estaba acostado en su aposento y Samuel en el templo, cuando Jehová lo llamó: “Samuel, Samuel”. El niño se levantó y corrió, se presentó al sacerdote y le dijo: Heme aquí. Elí respondió: “Yo no te he llamado, ve y acuéstate”. El segundo llamado fue igual. La tercera vez, Elí comprendió que era Jehová quien lo llamaba y le dijo: ve y acuéstate y si te vuelve a llamar, responde: “Habla Jehová que tu siervo oye”. El mensaje que Samuel recibió esa noche fue sobre Elí, el sumo sacerdote y juez de Israel, como no había cumplido con su misión de padre, sus hijos cometían terribles pecados.
Jocabed y Ana estuvieron con sus hijos pocos años, su influencia dejó una estela y continúa resplandeciendo. “Dios revelará cuanto debe el mundo a las madres piadosas” (White). La influencia de la mujer sobre sus seres amados no es momentánea, para bien o para mal, traspasa las barreras del tiempo y perdura por la eternidad.