Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará. Mateo 6:15
He oído estas frases: “no puedo perdonar”, “perdono pero no olvido”. Es triste la condición de los que no pueden perdonar. He visto en los rostros de quienes pronuncian estas frases, una expresión sombría, cargada de odio. Lo doloroso es que la persona que no perdona, es la que sufre las mayores consecuencias. Los pensamientos negativos afectan la salud, y pueden ocasionar la muerte, eso lo oí de una dama que tanto odiaba y murió. Yo he vivido momentos difíciles, con personas que llenas de odio, han tratado de hacerme daño. Lo único que yo puedo hacer es perdonar, dejo todos mis problemas en Dios, por su gran amor he podido vivir en paz, sin rencor ni odio, de lo contrario, por mi problema cardíaco, hace mucho tiempo que habría descendido al sepulcro.
Cristo murió por nuestros pecados y está listo para perdonarnos, si acudimos a él con verdadero arrepentimiento. La promesa del perdón no significa, que seremos librados de las consecuencias de esos errores. Tal es el caso de alcohólicos y fumadores. Conozco a un profesor que fumó por 27 años, a pesar que hace más de quince años abandonó ese vicio, sus consecuencias todavía repercuten en sus problemas bronquiales.
Recuerdo con tristeza a una atormentada madre, que en los funerales de su hijo lloraba desesperada y pedía las oraciones de todos, para poder perdonar a las dos personas que habían sido las causantes de ese deceso. Comprendo y compadezco a esa amiga. Sé lo que cuesta perdonar. No tenemos idea del daño que recibe nuestro organismo, si tenemos sentimientos tan negativos como el odio.
En la Biblia se registra el pecado del rey David. Un día, mientras paseaba por la terraza de su casa real, vio bañándose a una hermosa mujer. Envió a preguntar quién era. A pesar de saber que tenía marido, durmió con ella y quedó encinta, se esforzó por tapar ese pecado. Sin buscar la ayuda de Dios, trató de solucionar el problema y se hundió: envió una carta al capitán de su ejército, con el mismo esposo traicionado, para que lo colocara al frente de la batalla, de modo que él muriera y así sucedió. La viuda guardó luto. Tan pronto pasó el tiempo “envió David y recogióla a su casa: y fue ella su mujer”. Dios todo lo ve, le envió el siguiente mensaje con el profeta Natán: “no se apartará jamás de tu casa la espada… tú lo hiciste en secreto; más yo haré esto delante de todo Israel y a pleno sol”. El rey David se arrepintió y fue perdonado, pero las consecuencias perduraron y no tuvo paz. Lloró amargamente la muerte de sus tres hijos: el primero fue el niño concebido en el pecado. Después Amón, por haber violado a su hermana, fue asesinado por orden de su hermano Absalón, que años más tarde, trató de usurpar el trono de su padre, tenía el apoyo de muchos, pero un día “se le enredó la cabeza en la encina, y Absalón quedó colgado… porque el mulo en que iba siguió delante” 2ª. Samuel 18:9, allí murió. La oración del rey David en el salmo 51: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tú misericordia… crea en mí un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí”, fortalece nuestra fe, lejos del pecado y en comunión con Dios.