Velad debidamente y no pequéis.1ª Corintios 15:34
Ana nació en un hogar cristiano en Argentina, a orillas del río Iguazú. Toda su educación la recibió en instituciones cristianas. Decían que era la más inteligente de la familia y ella lo creía hasta hace poco. Según me dijo, tiene sus dudas. Se casó con el mejor alumno de su clase. Sin explicar por qué, su vida dio un vuelco grande. No creía que su matrimonio era color de rosa, ni que su esposo era perfecto. La vida tiene sus altibajos y la felicidad completa no existe, aunque su esposo la amaba. Ella lo sabía y se aprovechaba de su amor, y de sus encantos femeninos para destruirlo.
Las cosas no comenzaron repentinamente, todo llegó lentamente. El afán de Ana era que todos reconocieran su trabajo y su gran capacidad. Eso le quitó el privilegio de tener hijos. Como siempre estaba ocupada se alejó del Salvador. Dejó de orar y de estudiar la Biblia. Los servicios religiosos la aburrían. Un día, descubrió que estaba enamorada de otro hombre. ¡Cuánto sufrió su esposo! Pero la perdonó.
Se mudaron del país y la algarabía del norte la impactó profundamente. Cuando pisó los cuarenta años, se sentía desorientada y cansada de la rutina. Añoraba nuevos cambios. Pensaba que no había hecho más que trabajar y no disfrutaba. Como quería emociones fuertes, la comenzaron a subyugar los centros de diversión nocturna. Su esposo que trabajaba en una institución cristiana, se alarmó.
Las cosas en su matrimonio no andaban bien, decidió buscar la asesoría de un especialista. Consiguió el mejor psicólogo y la ayudó. Ana siguió sus consejos. Aunque tenía veinte años de casada, llegó a la conclusión que si su esposo se iba de su lado, ella alcanzaría mejores metas. No estaba segura si realmente lo amaba, ni si quería continuar con él. La libertad femenina sonaba a sus oídos como dulce melodía. Deseaba formar parte del grupo de mujeres, que brillan con luz propia, sin depender de un hombre. Ignoró la Biblia, botó a su esposo y destruyó su vida. Creo que su psicólogo debe estar orgulloso: es una mujer libre y alcanzó cierto prestigio por su cuenta. Confesó que el precio que pagó fue muy alto. El hombre perfecto no existe y toda pasión es fugaz. Sus padres murieron y se encontraba sola. Hoy, cuando pisa el umbral de los sesenta años, no es más que una mujer amargada, con sentimiento de culpa que cada día le pesa más. Llena de soledad y trabajando excesivamente, sonríe para no llorar. Un día la oí decir:
“¡Cómo quisiera dar marcha atrás al reloj del tiempo, y volver a comenzar con el mismo hombre! Me gustaría que mi ex esposo pudiera leer esta confesión, para que comprenda mi dolor y me perdone, antes que las sombras me cubran”.