Por fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón. Hebreos 11:24.
En una carta de febrero de 1974, mi hijo expresaba su convencimiento sobre la institución que eligió para estudiar, por ser cristiana era la mejor. No hay duda que el objetivo de las escuelas de los profetas, en el antiguo Israel y las cristianas de hoy son barrera, que contribuyen con la formación mental y espiritual de los jóvenes. Como adolescente mi hijo sufría lejos del hogar. Yo también sufría, pensaba en su futuro y cada día, con oración ponía su vida a Dios. Mi hijo estudió en instituciones cristianas, hace más de 22 años fue ordenado de pastor.
El profeta Samuel, además de fundar las escuelas de los profetas, fue el último y el más destacado juez de Israel. Su historia comenzó antes de su nacimiento, cuando humillada y triste por ser estéril, Ana, su madre hizo un “voto solemne”: si Dios le daba un hijo se lo dedicaría. Esa madre, además de darle la enseñanza necesaria, lo llevó pequeño al templo y lo entregó al sacerdote, para que aprendiera a servir al Salvador.
Estaba por cumplirse el tiempo, cuando el pueblo de Israel debía volver a la tierra prometida. Ellos no se habían mezclado con la religión de los egipcios. Además de ser hombres fuertes, se multiplicaban tanto que el nuevo Faraón, temiendo que se unieran con sus enemigos, ordenó la muerte de todos los niños varones que nacieran. La madre de Moisés lo escondió por tres meses en su casa. Después, lo puso en una cesta y lo colocó a orillas del río Nilo. Cuando la hija del Faraón fue a bañarse, vio la cesta flotando y pidió a una de sus doncellas, que se la trajeran y la abrió. Se imaginó que el niño era hebreo, su llanto la impresionó tanto, que decidió adoptarlo. La hermana de Moisés, se acercó y le preguntó si necesitaba una nodriza. Jocabed se encargó de su hijo y le dio una esmerada educación durante 12 años, esa piadosa madre aprovechó cada minuto en forjar el destino del gran caudillo de Israel.
Moisés permaneció hasta los 40 años en el palacio real, recibió la más alta formación civil, militar y religiosa, que lo capacitaron para ser el sucesor de Faraón en el trono de Egipto, el reino más poderoso que había entonces sobre la tierra. Pero dejó ese esplendor de comodidades, placeres, honores y riquezas por algo tan incierto como unirse con sus esclavos. De amo y señor pasó a siervo. Cuando tuvo que salir de Egipto, se refugió en el desierto de Madián. Allí permaneció cuidando ovejas, por otros 40 años. En ese lugar aprendió lecciones de fe y humildad, que lo capacitaron para su gran misión. Si hubiese elegido ser Faraón, tal vez hoy sería una olvidada momia, arrinconada en algún museo del mundo.
Al echar su suerte con el pueblo de Dios, Moisés comenzó a transitar por la senda que le dio una gloria mayor, no sólo en la patria celestial, sino en esta tierra también. Ningún Faraón alcanzó su importancia. Aún después de tantos siglos, su nombre sigue repercutiendo y los humanos reconoce “su grandeza intelectual, lo distingue entre los grandes de todas las edades y no tiene igual como historiador, poeta, filósofo, general y legislador… En vez de dictar leyes a Egipto, dictó leyes al mundo, bajo la dirección divina” (White). Lo de admiración es que habiendo tenido al mundo a su alcance, las enseñanzas de sus primeros años no se desvanecieron, “porque se sostuvo como viendo al Inasible” Hebreos 11:27. Igual que Moisés en el pasado, alcanzaremos la victoria, si mantenemos constante comunión con Dios.