Yo me acosté y dormí y desperté, porque Jehová me sostuvo. Salmo 3:5
Desde que ingresé al Hospital Universitario de Caracas, en abril de 1967, el versículo del Salmo 3:5 fue una oración que mi corazón acariciaba constantemente. Esa mañana, mientras en el quirófano los cirujanos y especialistas se preparaban y me preparaban, yo dirigía mis pensamientos al cielo y me quedé dormida hablando con Jesús. Comencé a despertar alrededor de las 5 pm. El primer rostro conocido que vi fue el de Gabriel, mi cuñado, vestido de blanco, que con una expresión de asombro y alegría me saludaba. Yo estaba inmóvil, semisentada en una cama del hospital, dentro de una cámara de oxígeno, con cables y tubos conectados a mi cuerpo. Había sido operada de corazón abierto y ahora, por la gracia de Dios, volvía a la vida.
Mi operación fue el primer gran éxito de la cirugía cardiovascular en mi país. El procedimiento utilizado es similar al del trasplante. La primera operación de corazón abierto fue realizada en septiembre de 1952, en la Universidad de Minnesota, Estados Unidos, por los doctores John Lewis y Walton Lillehei, quienes repararon el corazón de una niña de 5 años, que había nacido con un defecto congénito. Los doctores utilizaron una técnica de enfriamiento del cuerpo. En 1958, después de muchos esfuerzos, fue cuando pioneros como los doctores John Gibbson y Dennis Melrose, lograron perfeccionar el llamado “corazón pulmón”. Con ese nuevo aparato, los cirujanos podían trabajar más tiempo dentro del corazón, ya que sus palpitaciones podían pararse.
El primer transplante de corazón lo realizó, en diciembre de 1967, el doctor Chistian Barnard en Sudáfrica. El paciente vivió 18 días. En el transplante el cirujano no trabaja dentro del corazón, pero en casos como el mío sí, ya que tiene que abrir para corregir el defecto, esto es, cerrar la comunicación inter-auricular. Los dolores son fuertes y persistentes, ocasionados por el corte del esternón, que como todo hueso demora en cicatrizarse. Por eso queda uno sin energía, con una convalecencia que dura varios meses. Ese largo proceso de incertidumbre y sufrimiento, me enseñó a no pensar en mis dolencias, establecer prioridades en Jesús la base de la verdad, levantarme cada mañana con optimismo, sin olvidar que cada día puede ser el último. No preocuparme demasiado por el futuro, poner mi vida en oración constante en las manos de Dios.
Dos días antes de ser operada, recibí la visita de mis tres hijos de 6, 8 y 9 años respectivamente. Esa tarde, consternada, tuve un diálogo-oración con Jesús: ¡Señor, mis hijos me necesitan, aumenta mi fe y sáname! El cielo derramó sus bendiciones y mi recuperación, aunque se extendió en el tiempo, fue tan completa que me permitió atender a mis hijos. Hoy, después de tantos años, cuando las reminiscencias invaden mi mente, una indescriptible sensación del amor divino me inunda y un canto de alabanza fluye de mí, no miro los recuerdos del pasado con tristeza, sino con alegría y gratitud, por la forma tan asombrosa como Dios me ha guiado.