Nuestra familia

Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre. Proverbios 1:8.

            Cristo vino para enseñarnos, que el camino de la salvación es tan sencillo, que hasta los niños pueden andar por él. Lo más importante es que el niño sea guiado, con amor por sus padres. Cada día forma parte de nuestro crecimiento espiritual: al amanecer, el sol deja filtrar sus primeros rayos, su resplandor continúa creciendo, al medio día hay una luz resplandeciente y en la noche desaparece su luz. Esto es una ilustración de la vida: nacemos, crecemos y morimos. Si oramos cada día, recibimos la luz celestial.

           Nuestra misión consiste, en nutrir espiritualmente a nuestros hijos, para que sigan la senda del bien. Los hijos absorben la personalidad de sus padres y aprenden cada día, no lo que se les dice, sino la forma como se vive, durante sus primeros años que están cerca de los padres. Esa es la herencia que se les deja, ellos sin proponérselo nos imitan. Si los padres mienten, como los niños captan y absorben los gestos negativos, los incentivamos a la rebeldía en su adolescencia. Cuando sean adultos pueden pensar, que los errores de los padres, sembraron su caída, tal vez los afecte toda su vida.

          Algunos piensan y dicen que la ley de Dios es un castigo, no es así porque es una síntesis del amor a Dios y al prójimo con plena libertad. Sólo hay dos puntos: estamos con Cristo o con Satanás. La decisión es nuestra. Eso pasó cuando Adán y Eva pecaron. Es el paso que dan los humanos, cuando siguen sus caprichos, como opinan que están haciendo lo correcto, se apartan de Dios y obedecen al enemigo, eso siempre trae graves consecuencias. Debemos orientar a nuestros hijos desde pequeños, para que experimenten la paz y la felicidad que se recibe, si buscamos la protección celestial.

            Cada madre debe conducir a sus hijos a escalar cimas muy altas, pero puede llevarlos a la degradación más vil. Hay historias de quienes han triunfado, en diferentes ramas del conocimiento, porque tuvieron a su lado madres excepcionales y temerosas de Dios. Pienso en Moisés, estaba por cumplirse el tiempo cuando el pueblo de Israel debía salir de Egipto. El nuevo Faraón ordenó la muerte de todos los niños varones, que nacieran. Su madre lo escondió por tres meses. Después, lo puso en una cesta a orillas del río Nilo. La hija del Rey fue, vio la cesta y pidió que se la trajeran. Pensó que era hebreo, pero decidió adoptarlo. La hermana de Moisés, se acercó y le preguntó si necesitaba una nodriza. Aceptó y su madre se encargó de él por 12 años, aprovechó cada minuto para forjar el destino del gran caudillo. Al echar su suerte con el pueblo de Dios, comenzó a transitar por la senda que le dio una gloria mayor, no sólo en la patria celestial, sino en toda la tierra. Ningún Faraón alcanzó su importancia. Han pasado siglos y la humanidad  reconoce: “su grandeza intelectual, lo distingue entre los grandes de todas las edades y no tiene par como historiador, poeta, filósofo, general y legislador” (White). Lo admirable es que habiendo tenido el mundo a su alcance, educado para ocupar el puesto del Faraón, las enseñanzas de sus primeros años no se desvanecieron, y siguió el plan divino.

           Cristo vino a este mundo para darnos ejemplo. Eso significa que toda su vida terrenal estaba rodeada de sufrimiento. Como él no cayó en ninguna tentación, debemos incentivar a nuestros hijos, para que se acostumbren a orar diariamente pidiendo la protección celestial, de modo que reine la paz y la felicidad en sus vidas.

Articulo publicado en Volumen XIV. Guarda el enlace permanente.

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